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Los orígenes de los sistemas públicos de pensiones nacen a mediados del siglo XIX —aunque se generalizan a principios del siglo XX— con la loable labor de procurar fondos para las personas enfermas o que ya llegaban a una edad tan avanzada que no podían generar sus propios recursos de vida.
Una misión muy romántica que ha venido ofreciendo por años unos beneficios que han servido a millones de personas para transitar sus últimos años. Que las cotizaciones obligatorias de los trabajadores activos cubran los gastos de los pensionados luce como un mecanismo perfecto para tal propósito. Sin embargo, no necesariamente es así.
Varios de los factores que fueron considerados por los expertos en cálculos actuariales, y que sirvieron de base para instaurar estos sistemas, han sufrido cambios significativos. Esto ha traído como consecuencia que la fórmula que parecía entonces perfecta, ya desde hace algunos años empezara a colapsar.
El sistema asumía que la relación o ratio entre la cantidad de trabajadores activos y jubilados permanecería sin muchas variaciones en el tiempo.
Esto no ha sido así por ambos extremos. Es decir, por un lado las tasas de desempleo afectan la cantidad de cotizantes; y por el otro, la expectativa de vida ha incrementado marcadamente la cantidad de pensionados.
Las crisis económicas sobrevenidas han dejado una rémora sobre el índice de ocupación que ha golpeado los sistemas de pensiones de manera importante, provocando peligrosos déficits.
Los gobiernos lidian contra el paro, procurando incentivos a los capitales para que inviertan en sus territorios y generen empleo, pero estos son mecanismos que toman tiempo para producir frutos, mientras que las pensiones no pueden esperar.
El problema más delicado y difícil de balancear es el de la expectativa de vida.
Puede que resulte incluso irónico, ya que uno de los factores que ha contribuido a que aumente la longevidad en más de 30 años en el último siglo es precisamente las mejores condiciones generales de vida y salud que proveen los sistemas de pensiones.
Los beneficios que han procurado se han convertido en amenaza para el propio sistema.
Es principalmente por estas razones –aunque hay algunas otras– que pensar que la jubilación será una etapa dorada en nuestra vida contando nada más con la pensión que el Estado nos asigna, es completamente ilusorio.
Es por ello que muchas personas con visión previsiva, además de aportar al sistema de pensiones sus cotizaciones, contratan planes de retiros desde su juventud, para compensar el inminente déficit que sufrirán en sus arcas una vez que decidan optar por retirarse y lograr una jubilación digna.
Muchas otras que no tomaron esta previsión entonces acuden en edades ya maduras a seguros de renta vitalicia, que a través de empresas del ramo ofrecen este tipo de cobertura a personas con un cierto capital ahorrado, que puedan cubrir la correspondiente prima.
Para quienes toman consciencia del problema cuando reciben el primer pago de su pensión, también existe una alternativa. Se trata de las hipotecas inversas, que pueden suministrarnos una renta vitalicia aun cuando no contemos con ningún tipo de ahorro.
Esta última modalidad requiere que seamos propietarios de una inmueble sobre el cual podamos aplicar una hipoteca, lo que entonces traduciremos en recursos líquidos entregados mensualmente a través de una renta vitalicia, cuya magnitud dependerá del valor de la vivienda y nuestra edad al contratarla.
Como vemos, hay distintas opciones para resolver el problema de liquidez que casi con toda seguridad se nos presenta al momento de acercarse el retiro o jubilación.
Los problemas asociados a los sistemas de pensiones tienden a recrudecerse, por lo que debemos aceptar estas realidades y hacernos cargo del asunto lo antes posible.
Jubilarse a lo grande puede resultar una fantasía; sin embargo, una jubilación digna puede lograrse, siempre y cuando nos ocupemos de ello oportunamente.
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